miércoles, 22 de octubre de 2008

El brillo de la oscuridad


Hola, Hola, Hola, lo de los libros va a tardar un poquejo, pero llegará. Ahora os dejo con este desvarío otoñal. Que seáis felices.


LAS TELAS DE ARAÑA DEL DESVÁN

Debía de haberle ofrecido una explicación. Claro ella no había estado allí nunca y yo la llevé en nuestra primera cita en mi casa. De todas maneras estaba encantada, y eso que se llevó un buen susto. ¿Qué pasó entre la hora en que el sol se echa a dormir y la luna despierta a una nueva noche? No estoy muy seguro, incluso aunque haya vivido en esa vivienda durante décadas.
Siempre volvía del trabajo entre el fin de la claridad y el amanecer de las sombras. Casi nunca iba allí arriba, solo cuando tenía que deshacerme de algún trasto viejo y, a veces, a estar solo, con los cachivaches como única compañía. Pero jamás al anochecer o en plena noche.
El desván si era mi refugio en mi niñez, cuando hacía alguna travesura o quería jugar “a los magos” (como yo le llamaba a inventarme cuentos de hadas a mi medida). Y, realmente, no había cambiado tanto, quizá cambiaron los trastos y mi aspecto físico. Pero aquel seguía siendo un lugar mágico. Al menos para mí.
Esa noche no correspondía haber terminado con ella allí. Quizá en mi habitación, o en la de los invitados, pero ¿Qué me llevó a que me acompañara hasta el desván? Se supone que a una chica que has conocido esa misma tarde lo que menos puede impresionarle es un habitáculo sin limpiar y lleno de artilugios antiguos. Aunque, ahora que recuerdo, fue ella quien me sugirió que nos dirigiéramos allí. Cuando la había besado ya dos veces y me dijo que quería subir más arriba. Yo, ingenuo de mí, la llevé a la última planta, cuando debería haberla llevado al Paraíso.
Vamos a ordenar un poco ese día, esa cita y lo que pasó aquella tarde. Era mi día libre, normalmente no salgo por ahí y menos entre semana. Pero había estado toda la mañana ordenando la casa y limpiando. Necesitaba aire fresco y lo que hice es meterme en una tasca llena de humo. Las personas nos solemos mover en estos extremos. Allí me tomé una cerveza, mientras veía tele. En realidad la miraba sin ver ni lo que decía, ni lo que ponían.
De pronto un suspiro, que no era eso, sino una respiración como agotada llamó mi atención. Una chica de unos treinta años, sola y muy atractiva, como cansada, acababa un bocadillo con desgana. En ese momento tenía dos opciones seguir mirando sin ver la tele o acercarme e interesarme por sus problemas. ¿Si no hubiera sido atractiva me hubiera acercado? No lo sé, pero esa fue la alternativa que seguí.
Le pregunté si me recomendaba ese bocadillo que acababa de comerse. Mirando hacia el techo y luego a mis ojos sonrientes me preguntó ¿Solo quieres comerte el bocadillo? Me dejó descolocado y me disculpé si había sido entrometido pero le comenté que solo quería ser agradable. -¡Pues has elegido buen día! ¡Lo más agradable que tenía era mi soledad y me la estás chafando!
Le dije: -A veces la soledad es la mejor compañía, perdona de nuevo y trataré de ignorarte, si es lo que deseas.
A lo que ella contestó: ¡Vaya! Resulta que eres un poeta, ¿Por qué no intentas decirme algo verdaderamente agradable? Te dejaré que me acompañes si consigues hablarme de algo realmente ingenioso.
Y yo, que no me hace falta nadie para imaginar cosas me lancé al vacío:
- Quizá no lo sepas pero yo soy “El Duende de las Tabernas”, me alimento de humo de tabaco ya respirado y de aperitivos ricos en grasas saturadas, y de miradas como las tuyas que no sé si quieren que emigre a otro antro o haga de éste mi santuario.
-No lo haces mal del todo, pero dime, Duende ¿Haces magia?
-Si pero tiene que ser en mi habitáculo, allí tengo todo lo necesario para hacer que todo sea maravilloso.
-Tío eres la monda, te las sabes todas. Pues llévame contigo, pero no te hagas ilusiones, quizás yo soy “La Bruja Mala” y te chafe los hechizos.
Entre bromas y algún que otro achuchón nos dirigimos a mi casa. Allí, como he dicho antes, nos besamos acaloradamente en dos ocasiones. Una al entrar, yo no encontraba las llaves y ella me agarró y selló mis labios con los suyos. Hasta tuvo que recordarme que tenía que encontrar las llaves porque yo ya no era dueño de mi mismo.
La otra cuando le comenté que la calefacción estaba estropeada. -¿Y que falta nos hace? Esta vez fue un beso que se prolongó hasta que yo ya no podía respirar. Entonces surgió el tema de ir al desván. No podía llevarla a una habitación normal, pues quebraría todo el encanto, y sugerí ir al rincón que consideraba con más “magia”.
Entramos y la luz de la calle se colaba por las rendijas del ventanuco que daba a la farola de enfrente. Intenté darle a la luz, pero la bombilla no estaba por la labor. Entonces me dijo ella asustada: -Oye ¿Es que es verdad que haces magia? Y se quedo mirando hacia el fondo de la estancia. Yo me quedé más sorprendido aún que ella. Al fondo se veían como trazos geométricos iluminados. Al acercarme, con algún temor, me di cuenta de que eran las telas de araña que refulgían en la oscuridad.
Las arañas también iban como con puntitos luminosos que destacaban en sus patas y en sus cuerpecitos. Le dije: ¿Lo ves? Es un truco nuevo, solo para ti. Nos pasamos casi una hora contemplando ese espectáculo, y acariciándonos entre besos. Incluso algunas arañas se colgaban del techo e hilaban telas que luego recogían.
-Me gusta tu magia, ¿Sabes algún truco más?
-Bajemos abajo y sacaré toda tu felicidad de mi chistera.
Después que pasamos la noche juntos, no la volví a ver. Pero supe que no era esa Bruja Mala que decía, sino un Ángel travieso que se cruzó en mi camino. Volví del trabajo y subí al Desván. ¿Qué era exactamente lo que había pasado? La respuesta era más sencilla de lo que imaginaba. Era otoño y se ve que, al abrigo de los últimos calores, en el desván había una pequeña plaga de luciérnagas. Esa noche salieron todas, pues era su última noche, quisieran o no. Pues, o bien morirían por el frío que se acercaba, o las devorarían las arañas como estaba sucediendo. No dejaron de iluminarnos aún a sabiendas de que no alumbrarían más nada.
Allí veía los cuerpos desangrados de las luciérnagas, vacíos entre las telas de araña, y, algunos como polizones macabros de las arañas, adheridos a sus cuerpos. Y sonreí y volví a rememorar a “la chica de la taberna” y creí otra vez más en la magia. El hechizo del cariño, aunque solo fuera por unas horas.

AUTOR: JUAN GREGORIO GARCÍA ALHAMBRA
22/10/2008